LOS ESPECTADORES

 

Un relato de Manuel Sánchez Chamorro

 

    Entonces, llegada la hora, aquella oscura fuerza nos impele a salir de la Casa y a caminar por el carril, en la noche de julio.  De todos modos, todavía la tierra parece querer reclamar nuestros cuerpos, y sentimos su gravitación a cada paso, como un lastre oneroso.  Por eso nuestros pasos son rígidos y torpes, dificultados por la pesadez, y nos bamboleamos de un lado a otro mientras un misterioso e irresistible remedo de vida nos alienta a seguir, a marchar adelante.  Sentimos, cada vez más intensamente, la refrescante brisa nocturna acariciando y oreando nuestra reseca piel, olfateamos un viejo aroma de árboles y aguas.  Escuchamos el insistente canto de los grillos, y la claridad lunar nos inunda de un gozo extraño, inusitado.

 

    Vamos así avanzando.  Pronto el carril quedará atrás, y la Casa sólo será una oblonga mancha blanca a nuestras espaldas, cada vez más lejana y difusa.  Entonces, los puntos móviles de luz se harán completamente nítidos, y las risas y gritos resonarán cada vez más cercanos.  A la derecha, abandonado ya el carril, alcanzaremos, por fin, nuestra meta: la frondosidad de los oscuros árboles, el rumor grato y cristalino de las aguas del río, el estrecho sendero ciñéndose a su curso.  Acercándonos ya un poco más (pero no demasiado), comenzaremos a divisar los primeros cuerpos, pequeños grupos de cuatro, de cinco o de seis miembros que caminan titubeantes e indecisos atravesando la oscuridad, muy juntos, enlazadas las manos o abrazados unos a otros.  La mayoría de ellos son jóvenes, y eso nos place.  El silencio suele romperse entonces con histéricos gritos de miedo, con frases rápidas y casi ininteligibles, bromas y comentarios chistosos, risas nerviosas, sofocadas.  Cuando por fin podemos distinguir las pupilas brillantes y excitadas de esos cuerpos, sus rostros anhelantes, sabemos que definitivamente hemos llegado a nuestro destino.

 

    Entonces, procuramos ser cautos.  Nos mantenemos allí, camuflados entre los matorrales y las sombras nocturnas, muy cerca de los cuerpos que pasan, que gritan y que ríen, y observamos.  En sus carreras y juegos, algunos de ellos se acercan mucho a nosotros, casi al alcance mismo de la mano, y entonces un hambre ancestral, atávica, casi irresistible, nos invade.  Una vez (el año pasado), yo no pude resistir la tentación de acercarme a una chica joven y rubia, de desnudos brazos, que se había apartado un poco de su grupo.  Alargué mi mano derecha y acaricié por un momento la dorada tersura de su cuello, que resplandecía dulcemente bajo la luna, y pude sentir la rápida y plena pulsación de su sangre adolescente entre las yemas de mis yertos y descarnados dedos.  Aquella chica me miró entonces durante un solo instante, antes de comenzar a chillar y a correr torpemente hacia el cercano bosquecillo de chopos, y yo estoy completamente seguro de que hubo un breve relámpago de lucidez en su mirada, de que por un momento llegó a entenderlo todo.  En otra ocasión, un muchacho grueso y que olía intensamente a alcohol nos enfocó con su linterna: ¡Mirad esos fantoches!, dijo a los otros que le acompañaban, ¡Son horrorosos, y qué mal huelen! ¿Cómo pueden disfrazarse así?  Luego el muchacho rió y siguió su camino junto a sus compañeros, por el tortuoso sendero paralelo al rió.

 

    Nosotros observamos.  Intuimos que por ahora sólo nos está permitido mirar, gozar así de esta especie de rito anual, de este espectáculo nocturno que se va repitiendo verano tras verano.  Somos, también, pacientes.  Mientras transcurren las horas de la noche, los grupos van pasando casi a nuestro lado, y nuestra atávica hambre se acentúa.  También sentimos una vaga melancolía por no ser ellos, por no estar allí, entre aquellos seres que gozan del miedo, que gritan, que corren y que ríen, plenos de vida, al lado del río, entre los árboles iluminados tenuemente por la luna de julio.  Esa melancolía se torna asimismo en repulsión, o en desprecio, hacia esos otros cuerpos que se agazapan entre las sombras, disfrazados con negros ropajes y burdas máscaras de plástico y salpicados de una ridícula sangre falsa, intentando asustar con gritos, aullidos y bruscas apariciones, intentando, de algún modo, suplantamos inútilmente, ser nosotros.  En cierta ocasión, uno de ellos llegó a hablamos, confundiéndonos sin duda con algunos de sus compañeros: nos ordenó que nos fuéramos del lugar donde nos encontrábamos, que nos acercáramos más a los grupos que pasaban, para asustarlos mejor, para darles más miedo.  Nosotros permanecimos silenciosos e inmóviles.

 

    Otra vez, como los otros años, va llegando el alba.  El espectáculo ha terminado por fin, y ya no se oyen voces ni gritos a la orilla del río, en el sendero por donde pasaban los grupos.  La noche se acaba.  Las luces se han ido apagando, y ahora sólo brilla la luna.  Los grillos, atemorizados durante largas horas, vuelven a cantar.

 

    La Casa nos espera más allá del carril, y hemos de regresar necesariamente a ella antes de que comience a amanecer.  Este año el espectáculo ha transcurrido con una completa normalidad, sin ningún percance digno de mención, y yo no puedo llegar a comprender si esto es bueno, o es malo.  Mientras vamos avanzando por el carril con nuestros pasos bamboleantes y torpes, de regreso a la Casa, pienso con esperanza en algún otro año futuro, un año en el que nos sea permitido algo más que mirar, que observar en silencio.  Entonces, sin duda, los gritos que ahora suenan falsos e histéricos en la noche de julio, a la orilla del río, bajo los árboles, se llenarán de una completa y aterradora autenticidad, y se acabarán las risas, y las aguas de ese mismo río se teñirán del rojo de una sangre pura y verdadera, y tal vez yo vuelva a acariciar a aquella chica rubia bajo el ámbito de una luna sangrante y propicia, y a acercar mis labios tumefactos y hambrientos a su palpitante cuello.

 

    Entonces, en ese año venidero (que ciertamente ha de llegar), alguien tendrá la idea de titular el espectáculo: "i VEN Y DISFRUTA DEL MIEDO EN EL SENDERO DEL TERROR! ¡ESTE AÑO: LA NOCHE DE LOS MUERTOS VIVIENTES!"

 

    Mientras tanto aguardamos aquí dentro, en la Casa.  El tiempo pasa aquí muy lentamente: parece hecho de una materia mineral, densa y oscura. De todos modos, también ahora sabemos ser pacientes: nosotros tenemos toda una eternidad para aguardar, para abrigar nuestra esperanza de ese año, de esa noche.

 

    Porque entonces (y no lo dudéis), nosotros actuaremos.  Oh, sí.  Por fin dejaremos de ser tan sólo espectadores.

 

 

Dedicado a mi buen amigo y gran cinéfilo Juan Antonio Hidalgo Casaux, y a todos los demás organizadores y participantes de la magnífica Noche del Terror de los veranos de nuestro pueblo.