Relato original de Manuel Sánchez Chamorro.

 

       Sor Clementina me comunicó la noticia en una carta sencilla y emotiva, que se recibió en casa un día después del fallecimiento de la pobre Amelia. Ya habían comunicado su muerte por teléfono desde el hospital, y don Alberto nos había escrito días antes diciéndonos que no había casi ninguna esperanza de recuperación. “Créame cuando le digo que su hermana es muy querida por todos en este hospital, y en el convento - decía Don Alberto -. Su profunda abnegación cristiana, su caridad y entusiasmo en el cuidado de los enfermos y su inmenso espíritu de sacrificio la han hecho acreedora de nuestro más sincero cariño. Como Vd. sabrá seguramente, la mayor parte de su tiempo lo pasaba en el hospital, asistiendo a los enfermos y ayudándonos en nuestras tareas. Ante su grave estado, no nos queda más que confiar en Dios. Todas las personas pertenecientes a este establecimiento, incluidos todos los enfermos, rezamos ahora por nuestra querida madre Amelia.”  De modo semejante se expresaba Sor Clementina en su carta, cuando Amelia ya había fallecido.

 

            La noticia la recibimos en Londres, donde fuimos a recoger a Amelita y a tomarnos algunos días de vacaciones. Yo pude haber asistido al entierro, pero Luís estaba empeñado en visitar Escocia y, por otra parte, sabíamos de las costumbres de la Orden, que ya señalaba en su carta Sor Clementina. Así que decidimos esperar hasta el final de las vacaciones para visitar el convento.

 

            Pobre Amelia. Ha muerto con la misma edad que mamá, y de la misma enfermedad. Desde pequeña deseó ser monja, monja y enfermera, y su vocación creció más y más con el paso de los años. Así que papá no tuvo más remedio que permitir su ingreso en el convento, pensando que durante el año de noviciado se le enfriaría la vocación. Pero no fue así, y yo lo sabía. Por algo era su hermana menor: toda la vida la había visto sumida en un mundo extraño, lleno de santos y oraciones, de misticismos y estampas litúrgicas, ya desde el colegio. Es verdad que la educación de aquella época, sobre todo en las Irlandesas, era muy religiosa, quizá excesivamente religiosa. Ni siquiera yo me libré de algunos arrebatos místicos, como casi todas las niñas, pero Amelia llevaba ya dentro de sí el embrión vocacional, y las hermanitas del colegio se limitaron a reforzarlo, a encauzar su ya trazado camino. Recuerdo que entró en la Orden con veinte años cumplidos, cuando yo no había cumplido aún los diecisiete: más o menos la misma edad que Amelita tiene ahora. Dios mío, cómo pasa el tiempo.

 

            Volvimos de Londres a principios de septiembre, para que Amelita pasara un para de semanas con nosotros y después volviera a Inglaterra. Para entonces ya habían transcurrido cuatro o cinco días desde la muerte de Amelia, pero entre poner orden en casa, las visitas de las amistades y de la familia y otros asuntos, pasaron otros tres días sin que me acercara al convento. Además, me preocupaba Amelita: está en una edad muy difícil, en plena adolescencia, y me parece que el ambiente del extranjero, tan distinto del que aún vivimos aquí, tan liberal y tan moderno, puede serle perjudicial. No faltaría más que la niña me saliera contestataria. Pero Luís se ha empeñado en que aprenda a fondo el idioma, y que se airee en el extranjero, lo que me parece bien, pero hasta cierto punto. A mi me disgusta el puritanismo y comprendo los tiempos modernos, la liberalización de las costumbres, todo lo que nos estaba negado en mi época. Comprendo y hasta me alegro de que los jóvenes se diviertan, tengan más libertad, no estén tan oprimidos por tantos y tantos prejuicios absurdos. Pero no puedo con la desvergüenza. Por eso procuré que mi hija se educara desde niña con las monjas, donde yo y toda la familia nos hemos educado desde siempre. Es cuestión de principios, y de clase. Luego, Luís podrá intentar modernizarla mandándola a Inglaterra, o a Francia, o a donde haga falta. Me parece muy bien. Pero esa educación fundamental, religiosa y a la española, como Dios manda, no se la quitará nadie. Así me siento más tranquila.

 

            Fui por fin al convento poco después, acompañada por Amelita. Luís tuvo que ir a la finca para revisar los asuntos de la vendimia, que está ya comenzada, pero prometió acompañarme pronto en otra visita. Me recibió Sor Clementina, y juntas visitamos la cripta del convento, que aún se usa para las inhumaciones, bajo licencia del Arzobispado y siempre y cuando la hermana fallecida haya expresado antes de morir su deseo de ser enterrada allí. Rezamos en silencio por la pobre Amelia frente a su tumba, en aquel espacio opresivo, misterioso y fúnebre, que olía a humedad y a cera. Luego salí de la cripta como descansada, como si aquel último contacto con Amelia, aquellas últimas oraciones, hubiesen aliviado mi alma de algún peso impalpable, de alguna especie de remordimiento que yo no acierto a definir. Creo que hasta Amelita lo comprendió así cuando salimos al exterior y terminó abrazándome.

 

            Don Alberto, en el hospital, volvió a expresarme su condolencia y su aprecio por Amelia. Fue de verdad emotivo conocer el gran cariño que los enfermos sentían por ella, aquellos enfermos pobres, desahuciados en su mayoría, que en sus cuidados encontraron esa caridad cristiana tan necesaria, tan imprescindible a veces. Me demoré con ellos. Se me saltaron las lágrimas comprobando como querían a Amelia, como recordaban sus atenciones y desvelos. Al final, no pude menos que pensar en entregar lo más pronta posible un nuevo donativo al convento. Tendré que hablar a Luís cuando me restablezca totalmente. Es curioso: ahora, cuando Amelia ya ha fallecido y verdaderamente nada material o físico me une al convento, es cuando más unida me siento espiritualmente a él. Posiblemente son cosas de la edad. Posiblemente, también, reflejos tardíos de aquellos arrebatos vocacionales de mi adolescencia, que mi hermana procuraba estimular, o de los que quizá era la verdadera causante. No lo sé, pero intentaré desde ahora ser fiel a ese sentimiento. Desde luego, tengo que hablar con Luís acerca de lo del donativo. 

 

            Después de visitar el hospital, Sor Clementina me rogó que la acompañase a su despacho, para hacerme entrega de los escasos objetos personales que Amelia, antes de morir, había decidido dejar a la familia como último recuerdo de su presencia en este mundo. Eran pocas cosas: un rosario de marfil para Luís, un libro de oraciones para Amelita, sus gafas de vista cansada, algunos otros objetos menudos y un pequeño espejo de mano, que inmediatamente reconocí como en un repentino “déjà-vu”: había pertenecido al tocador de mamá y se trataba de un precioso espejo antiguo, muy pesado para su tamaño, enmarcado en plata labrada y algo oscurecida por el tiempo y rematado por un delicado mango del mismo metal. Hacia ya mas de treinta años que no la veía. Fue (recordé de pronto) el regalo de mamá cuando Amelia hizo los votos perpetuos. Y ahora, después de tanto tiempo, volvía otra vez a la familia, así, de pronto, como si los años no hubiesen transcurrido, como si todo hubiese sido un soplo, un guiño del tiempo.

            Creo que fue exactamente entonces, cuando tomé el espejo, cuando comenzó a invadirme esa melancolía, esa tristeza, que luego se agravó y de la que todavía no me siento completamente restablecida. Después de regresar del convento, y ya en la intimidad de mi dormitorio, junto al tocador de caoba que heredé de mamá, coloqué el pequeño espejo frente a mí, entre los cotidianos tarros de crema antiarrugas, los fluidos de belleza y los pequeños frasquitos de perfumes, y me miré en él, como anhelando otra cara, otro rostro más joven, aquel que se despidió de Amelia cuando ingreso en la Orden, hacía ya demasiados años. Y el espejo me hipnotizaba. No se exactamente si era el espejo o mi cara reflejada en él, mirándome desde la brillante superficie, aún bruñida a pesar de su antigüedad. No se. El caso es que permanecí frente a él durante un tiempo indefinible, seguramente muy largo, un tiempo que después no supe precisar. Y menos mal que Fernanda, la doncella, llamó a la puerta del dormitorio para avisarme de no se que asunto domestico. Si no, hubiese sido muy posible que permaneciera toda la noche frente al tocador, con el espejo entre las manos, aquel espejo que me atraía cada vez más, que parecía sugestionare.

 

            Luís volvió de la finca dos días después, y todo pareció normalizarse entonces. Reanudamos definitivamente nuestra vida normal, y Amelita volvió a encontrarse con sus amistades, que, como es lógico, había descuidado un poco desde que marchó a Inglaterra (por cierto, el hijo menor de los Montes, el que estudia Derecho, parece entusiasmado con ella. Rara es la tarde que no aparece por casa. He de informarme sobre ese chico). Y yo olvidé el espejo durante unos días, abandonado en el tocador, en aquel lugar tan extraño, tan lejano para él después de tantos y tantos años en las manos de Amelia.

 

            Fue poco después cuando el espejo de mano volvió a atraparme como a atraerme hacia sus brillantes reflejos. Habíamos aceptado una invitación de Lola Jiménez para asistir a la inauguración de una exposición en su galería, y yo me encontraba arreglándome en el tocador, dando los últimos toques a mi maquillaje. Ya se sabe que esas reuniones casi siempre son de tipo informal, pero desde que pasé la barrera de los cuarenta años a mi me gusta salir cada vez mejor arreglada, quizás por inseguridad o, como dice Luís para enrabiarme, para dar envidia a las amigas con la cantidad de potingues de belleza que poseo. El caso es que me encontraba allí, frente al tocador, y de pronto reparé en el espejo. Lo tomé entre mis manos y volví a buscar mi mirada en él, mientras se iba apoderando de mi alma una tristeza extraña, melancólica, casi dulce, esa tristeza que yo había empezado a conocer cuando sor Clementina me entregó el espejo en el convento. Acaricié, mientras miraba sus bordes plateados, los perfectos arabescos que enmarcaban el breve mango que sostenía mi mano derecha. Y entonces el espejo se acercó a mí, o yo me acerqué al espejo, hasta que mis labios rozaron aquellos otros labios que aparecían como un fantasma en su superficie, que estaba fría, fría como el hielo. Y la tristeza, aquella tristeza dulce, casi placentera, persistía en mi interior. De pronto, aún con los labios en el espejo, sentí como un vahído, una brevísima sensación de angustia, de desmayo, como si el espejo atrajera mi aliento, mi aire o mi alma hacia sus pálidos reflejos. Creo que mis ojos se cerraron. Entonces entró Luís en el dormitorio, impacientándose por mi tardanza.

 

            La exposición que presentaba Lola Jiménez no estuvo mal del todo, pero yo no pude apartar de mi mente la imagen del espejo de mano en toda la noche. Luís se interesó “de verdad” por algunos cuadros, y saludamos a algunas amistades (por ejemplo a los Sánchez Anglada, que habían vuelto hacía poco de Marbella). Cenamos más tarde en “Los Hornos”. Luego regresamos a casa y yo, antes de acostarme y con el pretexto de cepillarme un poco el pelo y limpiar mi maquillaje, volví a encontrarme con el espejo en el tocador. Durante un instante, mientras lo sostenía entre las manos, aquella tristeza casi voluptuosa que el espejo me provocaba pareció envolverme nuevamente. Recuerdo que pensé en Amelia, en lo que pudo ser su larga vida en el convento, recluida entre aquellas paredes desde los veinte años, auxiliando a aquellos enfermos pobres, desahuciados, así un día y otro día, hasta su muerte. No se si lloré, pero terminé buscando aquel hondo y misterioso frío del cristal con los labios, sumiéndome dulcemente en la profunda tristeza que parecía provenir del interior del espejo, de más allá de sus reflejos y azogues.

 

          Se que estoy en una edad difícil, casi critica en la vida de cualquier mujer. La menopausia está ahí, a la vuelta de la esquina, pero hasta ahora yo me sentía segura de poder afrontarla con fortaleza y, en la medida de lo posible, sin dramatismos de ningún tipo. Además, el paso de los años ha sido benigno conmigo, y mi cuerpo aun parece defenderse del acoso del tiempo. Hasta Amelita me lo recordó cuando nos encontramos en Londres: “Mamá, estas estupenda, podrías decir que no tienes más de treinta años”. Se que exagera, pero también sé que no miente del todo. Mi vida con Luís es feliz, casi como durante los primeros años, o quizá mejor, porque la madurez, la madurez bien llevada (o bien aceptada) no deja de ser como un enriquecimiento, como la guinda del pastel, o como el fruto en Otoño, dorado y pleno. Pero lo del espejo me preocupa, me sigue preocupando. Tal vez la muerte de la pobre Amelia me haya llegado en el peor momento posible, en el punto más crítico, más delicado y vulnerable de mi vida. No lo se. El caso es que un día Luís tuvo que volver a la finca, y a mi, aquella misma tarde me encontró Amelita sobre el tocador (seria más exacto decir sobre el espejo), sin sentido, reclinada entre los tarros de crema y los frasquitos de perfume volcados. Dicen que mi mano derecha aferraba con fuerza el mango del espejo, y que mis labios permanecían abiertos sobre el cristal, buscando aún los otros labios reflejados en su superficie. Dicen también que había perdido completamente la respiración, que me encontraba sumida en un desmayo extraño, muy profundo, con la cara completamente pálida y los ojos cerrados.

 

             Amelita se asustó. Llamó de prisa a Fernanda y entre las dos pudieron llevarme a mi lecho, antes de llamar rápidamente a un médico. Dicen también que el médico (uno desconocido, de urgencias) tuvo que hacerme la respiración boca a boca.

 

            Eso fue hace cinco días, el jueves pasado. Luis volvió de la finca inmediatamente, y yo permanezco en cama desde entonces, aún bajo vigilancia médica. Me encuentro mejor, pero sigue persistiendo en mí como una huella de esa tristeza dulce que el espejo me provocaba. A veces, siento también un amago extraño en la respiración, como si me quitaran el aire, como una rara angustia. Pienso mucho en Amelia, y me invade de vez en cuando una nostalgia profunda, melancólica, que me hace evocar el pasado, mi juventud, mi infancia. Termino, naturalmente por llorar. Desde luego, no he vuelto a tocar el espejo de mano desde entonces.

 

        Pepe, el médico de la familia, me ha dicho que todo fue una lipotimia, con complicaciones nerviosas. Me ha recetado unos tranquilizantes suaves y algunas vitaminas. También me ha aconsejado que guarde cama durante unos quince días y que cuide la alimentación. “Come de todo -me dijo-. Todo lo que se te antoje, pero principalmente mucha fruta y alimentos sanos. Y guarda reposo. Duerme cuanto quieras.”

 

             No dejan de venir amigos para verme e interesarse por mi estado. Ayer, por ejemplo, me visitó don Alberto, el director del hospital del convento, y su presencia me hizo otra vez recordar a Amelia. Estuvo cerca de una hora en casa, y yo aproveché para comentarle el asunto del donativo. En cuanto me restablezca totalmente hablaré a Luís sobre este tema. Quiero que el dinero vaya al convento, naturalmente, pero sobre todo al hospital. Don Alberto prometió visitarme otro día para ponerme al corriente de las necesidades más perentorias que lo aquejan. Me he planteado una meta: si Amelia estuvo allí cuidando a sus enfermos, yo también intentaré cuidarlos, aunque sea desde fuera, desde casa, desde mi vida con Luís y con Amelita. Intentaré cumplir ese objetivo.

 

            Ocurrió algo curioso cuando don Alberto se disponía a despedirse, después de su visita. No quiero dejar de expresarlo aquí porque lo sucedido llegó a conmoverme, incluso a inquietarme de un modo indefinible, a atormentarme con un intenso desasosiego que quizá todavía perdure: don Alberto se disponía a salir de la habitación cuando sus ojos se encontraron con el espejo de mano, que se hallaba a la izquierda, en el tocador. Se acercó entonces a él y lo tomó entre sus manos, observándolo mientras su mirada se volvía triste, como nostálgica. “Conozco muy bien este espejo -dijo entonces, con una nota de tristeza en su voz-. Era de la hermana Amelia, y se que ahora ha pasado a ser de su propiedad. ¿Sabe? La hermana Amelia lo utilizaba en el hospital para comprobar si los enfermos agonizantes habían fallecido. Colocaba el cristal así, a uno o dos centímetros de los labios del moribundo, y después observaba si la superficie había quedado empañada o no con su aliento. Durante más de treinta años lo utilizó en el hospital, y siempre con una exactitud extrema. Hasta yo mismo me asombraba a veces de sus resultados. La hermana Amelia solía decir que todo se debía a la gran calidad del cristal, a su magnífica claridad y limpieza.”

 

               Vuelvo a repetir que aquellas palabras no dejaron de inquietarme, de atormentarme interiormente con una turbación extraña, casi secreta. Sobre todo, después de lo que ocurrió ayer por la tarde, cuando me encontraba durmiendo la siesta. Desperté hacia las seis, y ví a Amelita sentada junto al tocador, con el espejo entre las manos. Sus ojos estaban fijos, como hipnotizados en la brillante superficie, extrañamente quietos.

            Ahora no se que hacer con el espejo. Su sola vista me asusta, me deprime. Sin embargo, esta mañana me telefoneó Mona Herreros para saber como me encontraba. Me habló, entre otras cosas, de una especie de mercadillo benéfico que quieren montar sus amigas dentro de unas semanas. Me pedía mi colaboración.

 

                Es posible que les envíe el espejo. Sé que su antigüedad es grande, y sus arabescos y relieves de plata tienen indudablemente un alto valor artístico. Si lo envío quedaré bien con Mona y con sus amigas, eso es seguro. Y, por otra parte, yo no lo quiero en casa. Quizá si me desprendo de él me desprenderé también, y ya para siempre, de esa tristeza dulce que aún perdura, del recuerdo de Amelia, del pasado.