Un relato de Manuel Sánchez Chamorro 

 -…Y sin embargo -continuó diciendo mi amigo el bibliófilo “X”, mientras seguíamos observando el libro situado sobre la mesa del salón, y abierto por sus páginas centrales-, si históricamente ha existido alguien a quien de verdad podemos calificar y considerar como un vampiro, te aseguro que no fue aquel Vlad Tepes “El Empalador”, que tan ferozmente luchó contra los turcos en el siglo quince, ni Gilles de Rais, el depravado caballero de Juana de Arco, ni ningún otro de esos borrosos personajes  deformados o falsamente engrandecidos por la literatura y las leyendas.No.

 El verdadero e histórico vampiro a quien me refiero fue, curiosamente, una mujer, y se llamaba Elizabeth Bathory.  Nació y vivió en Transilvania, a caballo entre los siglos dieciséis y diecisiete. Y a ella precisamente perteneció el volumen que ahora estás tan atentamente contemplando.

         Su último comentario era completamente cierto: mis ojos se mantenían fijos sobre el libro que descansaba en la mesa del salón, a poco más de dos metros de distancia. Desde mi posición, cómodamente sentado junto al amplio ventanal del chalet de verano de mi amigo, mientras caía la dorada y cálida tarde de agosto, distinguía con una extrema nitidez las amarillentas páginas y las oscuras y apretadas líneas de su texto, escritas sin duda en latín, en unos bellos caracteres góticos. En la página de la izquierda, que ahora temblaba levemente bajo la acción de la suave brisa que se colaba por el ventanal, aparecía también un pequeño y hermoso dibujo miniado: una escena piadosa e ingenua de la Virgen y el Niño. Sin duda se trataba de un antiguo y valioso libro de horas.

         -Sí, es un libro devoto –continuó mi amigo, adivinando mis pensamientos-. El bello y adecuado complemento de una dama de alta alcurnia de siglos pasados. Pero yo no me fiaría mucho de él. Nunca. En ningún momento.

         Indudablemente había algo extraño, desasosegante, o incongruente, en aquel viejo volumen situado sobre la mesa del salón, abierto por sus páginas centrales. Ningún otro objeto había sobre la mesa, y sin duda aquella inquietante extrañeza nacía de la chocante visión de un antiguo libro de horas colocado, solo y único, en el ambiente funcional, moderno y cotidiano que nos rodeaba.

         -Como te decía –prosiguió mi amigo-, Elizabeth Bathory era una de esas damas de alta alcurnia, de una rancia nobleza. Era la esposa del conde Nadasdy, y sobrina directa del rey Esteban de Transilvania. Vivía en el castillo de Csithe, en el agreste territorio de Nyitra, y allí, entre los antiguos muros de aquella fortaleza, perpetró su infamia, gracias a la cual será recordada por los siglos de los siglos como un verdadero y auténtico vampiro: más de ochenta doncellas, jóvenes, robustas y hermosas campesinas que ella escogía de sus vastos dominios, fueron bárbaramente sacrificadas a lo largo de los años para saciar su sed inagotable de sangre, de sangre fresca y joven. La condesa sangrienta, como históricamente es denominada, utilizaba esa sangre para bebérsela y para bañarse en ella, a la busca de la mítica y ansiada panacea de una eterna juventud. En fin, estamos ante un caso extremo de coquetería femenina.

         Mi amigo sonrió, sin duda divertido por su pequeña y macabra broma. Tras el ventanal se demoraba la luz dorada y estival de la calurosa tarde en la Sierra, entre cerros colmados de polvorientas encinas y de olivos.  Una hilera frondosa de álamos y chopos se prolongaba a la izquierda, siguiendo el curso irregular de la ribera. Entonces mi amigo mantuvo su sonrisa, irónica y cauta, mientras observaba a una mosca que zumbaba monótonamente en los cristales del ventanal, intentando penetrar en el salón, con torpes y obstinados movimientos. Después, la mirada de mi amigo regresó otra vez en dirección al libro de horas, abierto sobre la mesa.

         -Aquella orgía de sangre, aquella memorable y abominable infamia, duró aproximadamente hasta 1610. Fue entonces cuando alguien (en concreto, el gentilhombre Georges Thurzo) tuvo el valor de denunciar los hechos.  Gracias a su nobleza, Elizabeth Bathory, la condesa sangrienta, escapó de la muerte, siendo no obstante encerrada de por vida. Los cómplices que la ayudaron a llevar a cabo sus infames actos no tuvieron, sin embargo, tanta suerte: fueron quemados vivos.

         Mi amigo hizo entonces una pausa. Los dos contemplamos durante un tiempo impreciso el antiguo volumen situado sobre la mesa del salón. Un fino rayo de sol, proveniente del ventanal, iluminó intensamente las páginas abiertas, inundándolas de una especie de purísimo nimbo dorado. Absorto en esa luz, mi amigo continuó hablando:

-No me preguntes cómo conseguí este volumen, sería desde luego bastante arduo de explicar. En cuanto a su relación con la condesa Elizabeth Bathory, está demostrada inequívocamente por viejas crónicas palatinas, a las que yo he tenido acceso. Verás: esas antiguas crónicas dicen cosas verdaderamente curiosas sobre este libro de horas. Sobre este libro de horas y sobre su antigua propietaria, la condesa sangrienta.

La mosca que antes zumbaba monótonamente tras los cristales del ventanal consiguió por fin colarse en el caluroso ámbito del salón, donde mi amigo y yo permanecíamos sentados. Revoloteó entonces indecisa, hasta posarse bruscamente en la mejilla izquierda de mi amigo, que la apartó con un suave manotazo.

-Son verdaderamente fastidiosas estas moscas del verano de la Sierra –dijo entonces, con una extraña sonrisa insinuándose en sus labios-. En eso no hemos cambiando nada. Siguen siendo tan fastidiosas y molestas como… como por ejemplo hace exactamente cuatrocientos años.

Entonces, mi amigo no sólo sonrió, sino que rió abiertamente durante unos segundos. La mosca, pertinaz y tozuda, seguía zumbando a su alrededor. Un poco desconcertado y confuso por la jocosa reacción de mi amigo, esperé pacientemente a que continuaran sus palabras:

-Verás: según lo que cuentan las crónicas que he citado, la condesa Bathory le dio un curioso uso a este libro devoto. Lo solía leer mientras tomaba sus prolongados baños de sangre, de fresca sangre humana, sumida en su espléndida bañera de mármol, que yo también conseguí admirar gracias a un anticuario de Budapest, un anticuario cuyo nombre no viene al caso. Fue precisamente en su tienda donde adquirí ese libro de horas.

Fue entonces cuando la mosca se apartó por fin de mi amigo y se posó en el libro, justo sobre la imagen miniada de su página izquierda, la imagen de la Virgen y el Niño. Allí quedó inmóvil. La mirada de mi amigo cobró entonces, como por ensalmo, una inusitada intensidad, dirigida al insecto  y a la página donde se había posado éste. Luego siguió hablando en un tono de voz cada vez más bajo y expectante, como el de alguien que se encuentra al acecho. Al acecho de algo cuya inminencia se espera y, a la vez, tal vez se teme.

-…Y la sangre fresca suele atraer a las moscas –dijo con un susurro-. Es verdaderamente como una golosina para ellas. Imagínatela allí, en la bañera, como cuentan las antiguas crónicas palatinas, a la condesa Elizabeth Bathory, manteniendo ese libro de horas abierto entre sus manos, sin hacer ningún movimiento brusco, sin pasar tampoco las páginas. Imagínate la escena: las moscas acudiendo irresistiblemente al reclamo de la sangre fresca que colma la bañera hasta su borde, donde reposa el cuerpo desnudo de la condesa, que espera paciente, con el libro de horas preparado y abierto entre las manos. Quizá se trataba de un simple y casi ingenuo pasatiempo, una forma trivial de distracción mientras permanecía sumida en aquella bañera repleta de la sangre de doncellas jóvenes y lozanas, que le proporcionarían el don mítico de una eterna juventud, de una perenne belleza. O quizá, por el contrario, había algo más: el insano regusto de una especie de pequeño acto blasfemo, al utilizar aquel libro devoto para matar, para seguir matando y continuar con su atávico deseo de sangre y de obscena vida.

Las hojas del volumen temblaron fugazmente otra vez, pero ahora pude darme perfecta cuenta de que la brisa había cesado. La mosca continuaba inmóvil sobre la página izquierda del libro, como atemorizada, o fatalmente hipnotizada por algún ignoto y cercano peligro, que sólo ella podía intuir. Mi amigo continuó hablando en voz baja y levemente temblorosa, sin apartar los ojos del volumen.

-…Entonces, en algún instante, una de aquellas moscas que revoloteaban y zumbaban alrededor de la bañera, se posaba en el libro de horas de la condesa. Llegado ese momento, la condesa cerraba el libro con rapidez, y el insecto quedaba aplastado, destripado entre las cerradas y prietas páginas. Entonces, la condesa sangrienta, la noble dama Elizabeth Bathory, la esposa del conde Nadasdy y la sobrina directa del rey Esteban de Transilvania, seguramente con una sonrisa de ávido deleite en sus labios, abría lentamente el libro de horas, tomaba con sumo cuidado el cuerpo aplastado de la mosca entre sus delicados dedos y…

Noté algo extraño entonces en el libro de horas, algo que me alarmó: quizá un leve crujido en su oscura encuadernación de cuero viejo, o un movimiento lento, casi completamente imperceptible, entre sus páginas.

-…Y se lo comía. Así una y otra vez, un día tras otro, mientras se regodeaba con insana voluptuosidad en sus infames baños de sangre humana,  mientras…

Fue en aquel preciso momento cuando ocurrió: el libro de horas se cerró súbitamente sobre la mosca posada en su página izquierda. No llegué a percibir, sin embargo, ningún ruido. Aquello sucedió de un modo inusitadamente rápido, como deben de suceder todos los hechos imposibles. El libro quedó después quieto y cerrado sobre la mesa, inofensivo.

Otras moscas comenzaban a zumbar en el ventanal de la habitación, intentando introducirse en ella. Mi amigo, repentinamente relajado, volvió a sonreír.

-¿Quién ha dicho que en las cosas no se mantiene siempre  un hálito del alma de sus antiguos poseedores? –comentó en un tono jovial, casi alegre, mientras se levantaba de su butaca y se dirigía hacia el libro de horas, seguramente para volver a abrirlo. Luego concluyó:

-Sí, las moscas son verdaderamente fastidiosas en estos plácidos veranos de la Sierra. Pero yo he encontrado un buen sistema para librarme de ellas.