En recuerdo de Manuel Sánchez Chamorro

Manolín, como respondía a todos los que lo conocíamos, era amigo desde la infancia, desde los últimos años de la década de los 50 del pasado siglo. Se nos fue a principios de verano en este año nefasto de 2020. Como otros del lugar y también ya desaparecidos, deja un vacío difícil de reemplazar. Con una personalidad singular, diferente a su padre, Carlos, heredo de él idéntica bondad y prevalece, por tanto, su misma huella.

Con otros de aquí, o con quienes pasaban sus vacaciones, protagonizamos una inolvidable parte de nuestra infancia y 1ª juventud. A nadie nombro por si dejo alguno atrás. Vivencias lejanas que, como en la película Casablanca cuando Rick (Humphrey Bogart) le decía a Ilsa (Ingrid Bergman) “siempre nos quedará París”, a nosotros siempre nos quedará el pueblo.

Me referiré a tres anécdotas acontecidas en aquellos veranos mágicos  cuando apenas unos pocos sabían de la existencia de este rincón de Sierra Morena, vivencias de antes de la playa fluvial y de la vía verde, de cuando aún se oía dos veces al día la locomotora camino del Cerro,  y el Venero, protegido por una tupida alameda plena de atajos y escondrijos, era cómplice de nuestros secretillos, del tiempo en que a la Chorrera se llegaba por el borde en penumbra de la Ribera como meta y meca para la chavalería en los calurosos días estivales, sin importarnos algunas de sus tragedias.

La 1ª anécdota aconteció ya al final del verano, creo recordar que en Septiembre de 1965. A Manolín, se le ocurrió hacer una incursión a la cueva de Paquito, allá por los bajos del Martinete, y nos la propuso a mi hermano Manolo y a mí. Ni que decir tiene que ya la había visitado. Él no recuerdo cómo iba vestido, pero nosotros dos llevábamos unos vaqueros blancos, de moda al parecer en aquéllos tiempos. Penetramos por la boca de la vieja mina romana, y luego nos metimos, a medio camino y a la derecha de la galería principal, en una especie de nicho a ras de suelo, otra galería donde solo cabe el cuerpo de un niño, y delgadito, como estábamos nosotros entonces fruto de nuestra juventud. Arrastrándonos, no sé cuantos metros, hacia abajo, hacia arriba, hacia abajo otra vez… hasta llegar a un espacio abovedado donde pudimos levantarnos. La oscuridad era casi absoluta, aunque había cierta claridad por la luz que se filtraba, fenómeno típico de las zonas de calizas, a través de grietas minúsculas en el techo. Nos sorprendía que estando en un lugar tan cerrado, hubiese como una corriente de aire que nos acariciaba el cogote y las orejas. Manolín, previsor él y experimentado en aquél lugar, encendió un mechero, y así pudimos ver la causa de tan sorprendente ventilación. El techo de la bóveda estaba poblado por infinita cantidad de “panarras”, esos pequeños murciélagos, que batían sus membranosas alas en un “flap-flap” inacabable. Como ya se vió todo lo que había que ver, iniciamos el regreso por donde entramos, y al salir al aire libre, los vaqueros blancos que mi hermano Manolo y yo llevábamos, habían cambiado de color, eran ocres. El problema no era ese, sino explicar en casa cómo se había producido semejante mutación cromática. Pero esa ya fue otra historia.

La 2ª tuvo que ver con el tenis. Eran los tiempos en los que el régimen podía sacar pecho de pocas cosas, pero una de ellas era el tenis. Una generación de buenos profesionales (Gisbert, Gimeno, Santana, y Orantes), sirvió a TVE para rellenar su parrilla con sus éxitos. Manolín,  abducido por las retransmisiones de Juan José Castillo, el de… “entró, entró…” tuvo su ventolera con el tenis. Con Leonides Montes discutía mucho sobre ese deporte, pero no por los avatares del mismo, la Copa Davis o de sus protagonistas, sino porque el buen barbero decía, “después de una hora dándole a la raqueta, van 30 a nada, Manolo ¿A ti cómo te puede gustar eso?”. Una tarde de levantera, 11 de Julio en el año de 1971, se le ocurrió que preparásemos una pista en la Era para ejercitarnos él y yo en el deporte de la raqueta y la red. Las raquetas no sé de dónde las sacamos, pero las llevábamos. Hacia las 5´30 de la tarde, antes del cambio horario impuesto desde la UE, con la fresquita, enfilamos la carretera hasta la Era para practicar el tenis. Esa vez no íbamos vestiditos de blanco. Para colgar la red, que era una soga, o tal vez un trasmallo, usamos dos encinas próximas. Pero claro, la supuesta pista estaba llena de pasto y cardos borriqueros, había que limpiarla ¿Cómo? Manolín y su imprescindible mechero. Ni corto ni perezoso prendió fuego al pasto y a la primera ráfaga del levante aquello se nos descontroló. Manolín, previsor él siempre, portaba una hoz pequeña, un hocino que en San Nicolás se dice, y me la dio para qué comenzásemos una apresurada siega. No había ni manos ni tiempo para contener el fuego. Ha pasado medio siglo, y aún conservo una pequeña cicatriz en mi antebrazo izquierdo del tajo que me di, llevado por el miedo y la premura, en aquella estreno nuestro como segadores. Un doble golpe de suerte nos sirvió para que no provocásemos una catástrofe, un rato de amaine del viento, y la aparición de Sebastián Valle que nos ayudó, no sin los justificadísimos reproches, a reconducir el desaguisado. La verdad es que ahora ya no recuerdo si aquella tarde jugamos o no al tenis.

La 3ª tuvo que ver con la política internacional: la dimisión del presidente de EEUU Richard Nixon por el Watergate que iba a ser retransmitida vía satélite la madrugada del 10-8-1974. Jesús Hermida  en la cima de su labor de corresponsal en Washington, ahí era nada. ¡Con qué poco nos entreteníamos! Pero la cita con TVE era a las 4 de la madrugada y mientras ¿qué íbamos a hacer? Teníamos previsto acudir a la última sede del extinto casino del pueblo, donde ahora está el super-mercado de Nieves. A Manolín no se le ocurrió otra cosa que pasear por el camino del cementerio, llegar al mismo, y entrar. Leer las lápidas, reconocer las tumbas de fulano y mengana, contemplar y oír los cipreses y la soledad del cementerio, era algo que le subyugaba. Después de matar las horas del tránsito del 9 al 10 de Agosto en El Loli, tomamos el camino de Huéznar, cruzamos el puente y avanzamos por las moreras. Si entramos por la puerta o lo asaltamos, no lo recuerdo. Sé que íbamos Manolón, (Manolo el de Emilia) actual vecino mío en el pueblo, y yo, además del ideólogo, no sé si venía alguien más. Una vez dentro, tras pasear un rato, encontramos una calavera fuera de su sepultura. Manolín la tomó y empezó a recitar la famosa y hamletiana frase de Shakesperare. Era toda una escena, noche de luna llena, Manolín con barba y pelo largo, recitando con la calavera en la mano… a más de uno nos dio un ataque de risa. Finalmente dejamos aquél resto humano donde lo encontramos, y regresando al pueblo por la misma ruta, esperamos la retransmisión entre copas de guinda una tras otra en el casino, que creo que aún no estaba regentado por Virgilio.

Así era Manolín, el mismo que interno en Cazalla de la Sierra llegó hasta San Nicolás andando, llevado por la inercia de un paseo en tarde libre, por el hastío del internado, y por una apuesta con su compañero de travesura  Manolito Navas, otro de la panda de entonces,. Manolito Navas fue devuelto por su familia de forma inmediata a la institución cazallera, pero él no volvió jamás. Llevó varios años la cartería de San Nicolás con su hermana Justa. Capaz de persuadir a cualquiera de seguirle en la aventura más osada, capaz de jugar al póker sin tener ni idea, y ganar encima. Así era.

Los años y la vida nos distanciaron luego, pero nunca perdimos el contacto. A veces nos encontrábamos espontáneamente en Sevilla y nos dábamos un “baño interior”, como llamaba él a beber vino y/o cerveza, otras coincidíamos en el pueblo, en romerías o en El Loli, nuestro templo y sancta sanctorum. Dedicó  su vida a los libros, como afición y como trabajo. Ya enfermo, creía haber encontrado su puesto idóneo en las instalaciones bibliotecarias de la Junta de Andalucía en Santa Mª. la Blanca, en plena judería sevillana. Las últimas veces que hablamos me comentaba lo feliz que estaba allí. Nadie como él supo entender el espíritu de la Sierra Morena sevillana: ni Badajoz ni Sevilla, ni Andalucía ni Extremadura, sino todo lo contrario. Zona difusa, categoría que a él le encantaba. Nadie como él supo describir la exigua transición en este lugar entre el olor a leña de candelas invernales al oasis tórrido desde Junio a Septiembre, el contraste en los días y meses veraniegos entre las luces y las sombras de la ribera y la carretera asfaltada, entre la luz cegadora de la calle y la fresca penumbra de las casas de gruesos muros, entre los días de fuego y plomo derretido que alternan con noches estrelladas de desplome brutal de temperaturas.

Esta Sierra Morena, de sorprendente relieve surcado por una Ribera única en la provincia, de contrastes estacionales  y de cada día, con un visible pasado arqueológico industrial y ferroviario, plena de singulares personajes, con casonas que albergaban secretos y tragedias tras sus gruesos muros, la ermita y su camino, fueron sin duda una de sus fuentes de inspiración literaria.

Allí donde estés, Manolín, espéranos y ve buscando para tus amigos un rincón lo más parecido posible al Loli, pero no tengas prisa en llevarnos, ya iremos llegando. Sabemos de tu humor negro y te creemos capaz de aparecer una noche de estas a los pies de nuestras camas diciéndonos que ya has encontrado un sitio igual, y que ese mismo fin de semana estamos ya apuntados a la partida de dominó. Tú tranquilo, haznos hueco, pero sin prisas. Mientras, ríete con todas nuestras cosas y ten la certeza, de que cada vez que nos demos “un baño interior” en el Loli, o en cualquier lugar del pueblo, gritaremos o pensaremos, ¡¡¡Va por ti, Manolo!!!

José Ramón Yúfera Ginés.