En 2009 se cumplen 25 años de aquella Travesía llevada a cabo por tres excursionistas sevillanos: Joaquín Cala, Manuel Losa y Juan Pérez. Formaban parte de un grupo excursionista – sin nombre- que frecuentaba lo que entonces se conocía como Sierra de Cazalla, hoy Sierra Norte. Eran los últimos años del tren de camaretas y de la Estación de Córdoba; también vivían su ocaso la estación de autobuses del Bar Rona, las segarras de soldao y las chirucas de lona. Sevilla cambiaba vertiginosamente, había poco trabajo y la heroína hacía estragos en los barrios. Las salidas al monte eran un hábito poco frecuente y, como en la actualidad, los valores del excursionismo –esfuerzo, solidaridad, ansia de aventura- escaseaban.La tarde anterior, los tres amigos y uno más –Mario- que no pudo unirse a la Travesía, se citaron en casa de Juan para ultimar los preparativos.

 Comprobaron que había muy poco dinero: el fondo común apenas superaba 5.000 ptas, pero aún así seguían ilusionados, celebrándolo con unas cervezas nocturnas  y acordando reunirse a la mañana siguiente a las 7 en la estación de calle Arjona-Bar Rona. Última revisión de la mochila: navaja, saco, plástico, brújula, mapa…

Con medios precarios pero con ilusión de adolescentes, tras bajar del autobús empezaron a caminar río arriba en las cercanías de la desembocadura, en la zona conocida como Majadal del Moro (Cantillana). El río Viar es uno de los principales afluentes del Guadalquivir por su margen derecha. Nace en Extremadura, en un lugar impreciso entre Llerena y Monesterio, y en su cauce medio sufre un embalsamiento enorme llamado Pantano del Pintado, que abastece de agua para riego a citricultores y algodoneros de la Vega de Sevilla.

Era sábado y llovía abundantemente. Tras una larga parada bajo el acueducto de Castilblanco (zona que pronto quedará sumergida por otro embalse, el de Melonares) siguieron rumbo al Norte. El tiempo mejoró; el sol y las estrellas no les abandonaron ya hasta el final de la ruta, nueve días después.

En esta primera parte no encontraron grandes dificultades, salvo el frío en los vivacs nocturnos y la escalada de un pequeño resalte de roca –por supuesto, evitable...- que les llevó toda la mañana, pues no disponían del material ni de la técnica específicos.

El año 1984 fue pródigo en lluvia, obsequiando con un paisaje extraordinariamente verde y florido –jaras, lavandas, retamas. Por esta zona –Montegil, La Jarilla, Los Labrados...- predominan las dehesas de baja altitud, con pocos desniveles y lomas de suaves perfiles. Era sorprendente la cantidad de conejos que se avistaban; paradójicamente, en esta zona de Melonares, hoy día se lleva a cabo un programa de recuperación de esta especie.

La orografía cambió abruptamente al cuarto día, cuando llegaron al Barranco del Viar, majestuoso desfiladero por donde el río pasa encajonado formando rápidos espectaculares. Aquí los buitres sobrevolaban sin parar mientras los tres montañeros avanzaban por aquel infierno de roca, agua y zarzas.

Fueron tales las dificultades que decidieron abandonar el cauce y trepar la pared derecha para alcanzar el camino de La Ganchosa, justo por el bosquete de sabinas que hoy está legalmente protegido. Manuel disfrutó mucho viendo los grupos de ciervas que corrían asustadas: nunca había visto estos animales en su medio salvaje. En estas circunstancias llegaron el quinto día a la Presa del Pintado, ¡cuántas vallas de alambre de espino tuvieron que saltar; cuántos perros les intimidaron en las proximidades de los cortijos!

La ruta prevista continuaba por el cauce imaginario que el Viar describe en el gran pantano. Sin titubear, buscaron una barca de remos en el poblado de la presa, y la consiguieron: fue llegar y tomar; nunca supieron de quién era aquella embarcación ni si alguien la echó en falta. Cargaron las mochilas y se adentraron en aquel mar de agua dulce, orientados hacia la cola donde el río se convierte en embalse. Esa sería la continuación de la Travesía una vez cruzado el charco.

 

 

Navegar el Pintado les llevó dos días, teniendo que hacer noche en una cabaña abandonada de la orilla. Las montañas aquí se veían de mayor altitud y la vegetación parecía impenetrable lo que, unido a que la comida comenzaba a escasear, llenó de incertidumbre al trío de montañeros. Cuando alcanzaron la cola del río, exhaustos de remar, dejaron la barca providencial en la orilla, rindiéndole merecidos honores, para continuar caminando río arriba. En un descanso, Juan se desvió varios kilómetros en busca del poblado de Hoya de Santa María, limítrofe con Huelva, donde compró pan y algunas latas de conserva. Inesperadamente tuvo serios problemas para pagar las viandas, pues no encontraba por ningún lado las célebres 5.000 ptas; rascó hasta el último rincón de bolsillos y mochila para reunir las 150 que le exigía el tendero.  A su regreso, se sorprendió de cómo los compañeros sacaban partido de un fenómeno excepcional: los peces subían en masa en este tramo del río para poner sus huevos en la cabecera, como hacen los salmones en otros lugares del mundo. Barbos y percas de hasta 4 kg de peso podían cogerse con la mano sin esfuerzo, por lo que Joaquín pudo preparar unos excelentes filetes de pescado la noche del séptimo día. Ya metidos en los sacos, Juan contó a sus compañeros la pérdida del dinero. Manuel ni se enteró, pues ya dormía profundamente; Joaquín, por su parte, prefirió no hacer ningún comentario, tenía mucho sueño.

El octavo día llegaron a Trasierra, pueblecito extremeño dedicado a la caza y a la oveja merina. Allí descansaron toda la mañana, se asearon un poco y conocieron a un grupo de lugareños que se interesó mucho por la Travesía:... “¿de dónde decís que venís?... ¿de Cantillana?...No sabemos dónde está...¿está en Extremadura o en Andalucía?”. En ese momento los tres comprendieron que llevaban mucho andado ya.

 

Por fin alcanzaron las Fuentes del Viar, al noveno día, cerca del famoso pueblo de Llerena, donde acaba Sierra Morena. Allí los esperaban unos amigos que los invitaron a comer y beber, y después de una divertida velada (léase juerga), durmieron calentitos y confortables en el pub  propiedad de uno de ellos. A la mañana siguiente, más juerga: se celebraba la famosa jira de Llerena y todo el pueblo se portó generosamente con los pobres sevillanos: caldereta, tortilla de patata, aliño, cerveza, vino... Pero esa misma tarde había que volver a Sevilla, en autostop, pues no había pelas ni para coger el autobús.

 

Poco queda de aquella sólida amistad que sentían los tres excursionistas. Eran los años en que el Terror del caballo campaba por las calles de Sevilla; todas las semanas caía fulminado algún amigo por infección, sobredosis o envenenado con basura. Quizá la afición al monte libró a nuestros protagonistas de la plaga... no se sabe...

Algunos días después del regreso, Juan y Manuel tomaban una cerveza –sí, una para los dos- a mediodía en el barrio, tranquilamente. De pronto dobló la esquina Joaquín, que llevaba ambas manos ocupadas por bolsas de una conocida tienda de Sevilla cuyo contenido –un par de botas y otras prendas muy macarras- provocó risas y chistes divertidos. A la hora de comer los tres se despidieron, sin más, con vagos planes de nuevas aventuras en la Sierra, cuando hubiese dinero...

Manuel se dirigía cabizbajo a su casa, recordando que precisamente el día anterior se había topado con Mario, el cuarto excursionista que no pudo participar de la Travesía. Manuel y Mario estuvieron hablando de muchas cosas, incluso de la extraña desaparición del billete de 5.000 pesetas. Manuel sospechaba de Mario, pues conocía sus coqueteos con la heroína; la víspera de la Travesía, en casa de Juan, creyó ver cómo registraba un cajón de la habitación... Al llegar a su casa, decidido, Manuel tomó el teléfono, llamó a Mario y le largó a bocajarro la duda que le abrasaba el pecho.

 

            ... te prometo que no sé nada, Manuel. Por favor créeme .. además quiero que sepas una cosa: esta mañana, en una tienda del Centro me encontré con Joaquín. Se estaba gastando el manso en ropa... y pagó con un billete de 5.000, una cantidad que jamás ha manejado...