JARA, ACEITUNAS Y DAMAS DE NOCHE

Agosto sigue dando una larga tregua. Casi he olvidado el ígneo castigo que infligió julio, igual que los árboles de la calle, que ahora se muestran turgentes y agradecidos como a finales de primavera. Reprimo mi impaciencia bajando los escalones de uno en uno. En la oficina todo está organizado: allí saben que he cambiado mi guardia, aunque albergo cierto resquemor, más propio del marido que inicia una aventura que del compañero que elude una tarea con excusas.

Esta excepcional tarde de jueves augura recompensar mis meses de soledad; una soledad aprovechada, creativa, sensual; una soledad enriquecedora, como definiera magistralmente Teresa Alcántara en Cartas; una soledad voluntaria; pero, al fin y al cabo, soledad. Varios recuerdos recientes y la brisa fresca me acompañan. No voy a precipitarme en ningún momento: tomaré un tranquilo café antes de conectarme en el locutorio. Son las siete de la tarde y el termómetro de la avenida Trujillo, junto al restaurante chino, marca la  increíble temperatura de 24 grados.

 

El locutorio al que me dirijo, en la calle Sos, es muy pequeño. En tan reducido espacio, los hermanos Dembele, Laih y Fátima, han conseguido encajar cuatro cabinas telefónicas, cinco puestos de internet, mostrador, frigorífico, lavabo y una minúscula tienda de chocolatinas y chucherías, amén de productos para el cabello y tarjetas telefónicas. Las dos cabinas situadas a la entrada se ven desde la calle, gracias a un ventanal hasta el suelo. Las otras dos están al fondo; son más reservadas, pero para entrar en ellas hay que caminar de lado y así no molestar a los clientes que se conectan en los ordenadores. A las horas que yo acudo, acomodarse en uno de los boxes es francamente placentero: el aire acondicionado a su justa potencia; la tenue música africana que procede del aparato de radio de Laih; el susurro multilingüe de las conversaciones en las cabinas... y ese espeso aroma que inunda la estancia y que varía su intensidad con el paso de las horas.

 

Suelo conectarme por las tardes, salvo los jueves, mi día de guardia. Es el mismo ritual desde hace varios meses: tomo del frigorífico una bebida y me instalo en el box número uno, si está libre. Resulta agradable durante las sesiones escuchar el tono rutinario de Laih, saludando a los discretos clientes, y los suaves y frecuentes pases de escoba que su hermana aplica al piso con lento vaivén. Ese movimiento acompasa la percusión de la radio y como si avivara la fragancia exótica que me ha cautivado. El misterio de esta sustancia, desde que la percibí, me provoca sensaciones novedosas, deseos irrefrenables de ir más allá, ímpetu por determinar su origen. Se trata de un olor trasgresor y lujurioso, sin duda limpio, pero de difícil asimilación a lo habitual. Laih prohíbe terminantemente fumar y no vende bebidas alcohólicas. El frigorífico, a través de su puerta transparente, sólo exhibe agua, refrescos y jugos a la justa temperatura de 5ºC, según reza el termómetro de su marco superior.

 

A menudo coincido con rumanos y moldavos, estos últimos muy respetuosos y educados en el uso del escaso espacio. El más amigo es Luc, camarero de El Miguelete, bar lindante con el locutorio y ya de esquina con la Avenida Trujillo, donde a veces tomo café antes de regresar a mi barrio. Luc, que apenas habla castellano, tiene la costumbre de conectarse antes de entrar a trabajar, poco antes de yo marcharme. Pese al escaso tiempo de coincidencia en el locutorio, siempre me saluda con un qué tal, amigo y me despide con un suerte, dejando ver una huidiza mirada azul de una tristeza sobrecogedora.

Me impongo caminar despacio, pararme, mirar los comercios de toda la avenida: Feng modas, ferretería Kabariti, perfumes Essaouira, Afro-hair, calzados Lorenzo Caballero.... Me entretengo en leer las burdas pintadas racistas que manchan sus fachadas, muchas borradas y vueltas a repasar. Temo llegar a mi destino demasiado pronto. Las viviendas de las plantas bajas dejan escapar por sus ventanas los aromas de cafeteras y teteras que, por esas enigmáticas evocaciones que sólo los olores conllevan, me trasladan a las tardes de julio, en plena ola de calor.

Mi memoria recorre fugazmente aquellas semanas de plomo y se detiene en un pasaje especial: ...eran como las ocho y pedí café en El Miguelete; necesitaba despabilarme después de una larga e infructuosa sesión de búsqueda de apartamento en internet. Recuerdo que, nada más sentarme, entró Luc, el moldavo triste, apurado; se puso el delantal y fue él mismo quien me preparó la taza. Pensé que su rato de conexión había sido bien corto, apenas unos minutos. El jefe del bar, con parsimonia, se estaba uniformando en el otro extremo de la barra -pañuelo pirata negro, camisa blanca remangada y faja a lo San Fermín- mientras comentaba con un pequeño grupo de clientes elegantes la tarde de calor extremo y la esperanza de una noche más fresca que atrajera vecinos a los bien situados veladores. Me llamó la atención que, desde su posición y sin dejar de charlar, no perdía detalle de los movimientos de Luc...

 

El Miguelete es una cafetería con aspiraciones de taberna del Centro. Combina con casual acierto los oscuros paneles de madera que forran paredes y pilares con una decoración que podría catalogarse como española. El tono miel del provenzal de sillas y mesas da una pincelada luminosa a ese caos barroco de cabezas de toro, láminas de vírgenes y apolillados arados romanos, potenciado el conjunto por una envidiable orientación a la brisa del poniente.

 

En la cocina de El Miguelete trabaja Juanlu: es dominicano y algo mayor; lleva años en la ciudad y ha tomado este empleo recientemente. Afable y educado, muestra una gran sensibilidad musical y a menudo lleva un auricular en la oreja por el que, según me explicó, siempre escucha cantantes de su país: Fernando Villalona, Toño Rosario, Wilfrido Vargas... Sólo se lo quita cuando sufre las inesperadas y sigilosas revisiones del jefe en la cocina. Juanlu, antes, trabajaba como bar-man en El Juidero, un disco pub latino próximo a mi oficina, donde acostumbro a tomar una copa tras la guardia de los jueves. Una joven negra lo ha sustituido; se llama Ruth.

Sigo la Avenida abajo; todavía queda rato hasta la esquina con Sos. Dos motocicletas de la policía pasan a toda velocidad interrumpiendo por un segundo las vívidas imágenes de aquella tórrida tarde en El Miguelete: ...recuerdo que daba un sorbo al café cuando me asaltó una certeza subconsciente, una relación oculta que de súbito salía a la luz: había un parentesco olfativo entre el locutorio y El Juidero; la fascinante especie de fragancia me revelaba una variante bravía, un mestizo arrogante producto de su cruce con los vapores de alcohol y el humo del tabaco, y se me insinuaba como nuevo elemento en mi inútil jeroglífico sensual...Pero aquel rato en la cafetería también fue especial por otra cosa... estaba yo absorto con esas cavilaciones, cuando, por sorpresa, el jefe, ataviado ya, comenzó a gritar a Luc.

Le recriminaba no sé qué falta de consideración con unos clientes que esperaban primero la cerveza fría y luego la carta de tapas, y no al revés. Gritaba, avanzando la barbilla, al tiempo que los clientes observábamos los torpes intentos de Luc por dar alguna explicación. Juanlu, desde la cocina, fuera del campo de visión del jefe, enviaba a su compañero un gesto de calma, una señal de ya pasará. El moldavo siguió el consejo y balbuceó algo así como lo siento, casi imperceptible. Tras un bufido de fastidio, el jefe diole la espalda iniciando un  altivo y ensayado paseíllo por todo el interior de la barra. Me fijé en el camarero y recuerdo que me conmovieron sus ojos escarnecidos, dolidos por la humillación y la vergüenza. En aquel momento inoportuno apareció Fátima, la del locutorio, en busca de cambio. El jefe, interrumpido en su coreografía, reprimió una frase grosera con un chasquido de lengua y rebuscó en la caja varios billetes de 10 euros; los arrojó en la barra y tomó la bolsita de monedas. Me acuerdo de que al volverse masculló en voz baja, refiriéndose a Luc: los rusos me tienen harto. Una vez que Fátima salió de regreso al locutorio, continuó con su comentario: apesta como las cabinas de al lado las tardes de giro. Yo, en aquel momento, pensé que seguía refiriéndose al moldavo, que, en efecto, descuidaba su imagen y su higiene ostensiblemente. Pero aquella frase me impresionó, no por el sujeto del símil, sino por el objeto: las tardes de giro y su enigmático atributo olfativo... La confidencia del jefe resonaba en mis oídos como si de un campanazo se tratara e hizo la tarde aún más especial.

A paso mucho más rápido que el mío, me adelantan varios rumanos, elegantes y arreglados, a su estilo. Reconozco a tres de ellos: son los jóvenes habituales del locutorio y de la tienda de ultramarinos de la misma calle. Son los mismos que me hicieron pasar un mal rato, creo que el último día de julio, en la sesión de internet. El grupito no me es simpático. Es verdad que admiro su despreocupación y su capacidad grandiosa para reírse hasta de la propia sombra, y la habilidad para sacar plata de la caridad; pero con ellos me ando con cuidado. Decelero; quiero que tomen distancia; hoy no deseo el más mínimo problema.Me incomoda rememorar las escenas que se produjeron aquella tarde y fuerzo mi pensamiento hacia otra cosa...el trabajo, las vacaciones...este año estoy dilatando la tarea de forma deliberada, pues tengo la determinación de tomar vacaciones en otoño, o quizá en invierno.

Mi nueva vida me lo permite. Hasta entonces, seguiré con la copa de los jueves en El Juidero, las tardes de conexión donde Laih, que ya son como misa diaria, alguna larga conversación telefónica...mi actual soledad la percibo como una especie de acúmulo de méritos que, precisamente esta tarde de jueves, deben reportarme algún hallazgo... Me vuelven a molestar las imágenes de la aciaga tarde... Fátima estaba sola. Las decenas de trenzas de su pelo se le venían a los ojos, mientras trataba de descubrir en el monitor qué problema tenían los ruidosos rumanos con la computadora número dos. Me instalé con sigilo en el box contiguo, el habitual número uno. Los jóvenes, de pie y a su espalda, estaban algo bebidos y bromeaban sobre el abultado trasero de la senegalesa. Ella se mostraba nerviosa e incómoda y cuando se enderezó, resuelta ya la avería, le pregunté que cómo estaba, a lo que me respondió, anormalmente comunicativa no muy bien -la ausencia de su hermano mayor la desinhibía. Al parecer, aquella tarde, Luc, el moldavo, había discutido duro con su jefe y buscado refugio momentáneo en el locutorio. Crispado y lloriqueando, según interpreté de las palabras de Fátima, intentó una llamada telefónica a su país, sin respuesta, mientras los rumanos borrachos le increpaban y molestaban. Yo sabía que uno de ellos estuvo contratado varios meses en El Miguelete, y que no terminó muy bien. Luc, que se entiende bien con los rumanos, de modo similar a como lo hacen gallegos y portugueses fronterizos, me hizo imaginar en aquel momento una probable escena en la que su predecesor, conocedor de la guasa del jefe, le instaba a no dejarse humillar, a hacerle frente, a jugársela. Sentada ya Fátima en el mostrador, los rumanos sacaron cigarrillos y se pusieron a fumar.

Los miré con desaprobación, lo que me reportó el gesto de burla intolerable de uno de ellos y no sé qué comentario sobre los españoles. Ruborizado por la afrenta, me disponía a responder, pero me salvó la voz de Laih, que tronó desde la puerta. Vestía un impecable anangu blanco y llevaba bajo el brazo una carpeta de gomillas.

En dos zancadas alcanzó el box de los jóvenes y, con la precisión de un maestro rural, dio un certero carpetazo en la nuca de uno de ellos, exigiendo en rumano que salieran de inmediato del locutorio. Entre brabuconadas, risas y pendencias, obedecieron, no sin antes tropezar adrede y duro contra el respaldo de mi silla. Ya expulsados, recuerdo que Fátima se apresuró a barrer la pequeña sala, al tiempo que su hermano se sentaba con aire contrariado y sacaba del bolsillo un minúsculo rosario que apretó entre los dedos. La joven, con un aerosol cítrico, anuló el tufo del tabaco y, sin saberlo, acabó también con el bendito efluvio que aquella tarde se percibía con especial intensidad. Ese día de julio, tras el conato con los rumanos, no pude concentrarme, estaba disgustado y marché directo a casa. Me acuerdo de que en la tienda de enfrente los gamberros daban cuenta de una cerveza de litro en medio de risotadas y bromas y me alivió el hecho, como hoy, de que no advirtieran mi presencia en la calle.

 

 

Tauste, Sádaba, Uncastillo, Ejea... Las bocacalles van quedando a mi derecha y ya diviso la sombreada esquina de Sos, donde está El Miguelete. Advierto cierto trajín, más que el habitual, pero pienso que existe un motivo evidente: los vecinos se echan a la calle para disfrutar de la inusual temperatura. Pasa junto a mí un automóvil con sirena magnética en la capota. Acelero el paso. El vehículo frena en seco junto a la entrada de la cafetería y, por su puerta derecha, se apea una figura familiar: Paco Rubianes. ¡Maldición! dos veces seguidas después de tantos años. Instintivamente giro 180 grados y vuelvo sobre mis pasos; no puedo encontrarme de nuevo cara a cara con Paco en circunstancias embarazosas. Tengo que llegar a la calle Sos por el callejón lateral de la tienda de ultramarinos; el café puede esperar a otro día. A paso ligero, tuerzo a la izquierda en la esquina de Ejea y, a unos 20 metros, de nuevo a la izquierda, en el callejón. Desemboco en Sos, junto a la tienda. Mirando al suelo, inicio una amplia parábola hacia el locutorio, tropezando casi con los tigres que comparten un brik de vino apoyados en la pared. ¡Dios Santo! Imposible acercarse a la pequeña entrada: toda la acera y parte de la calzada están invadidas por una muchedumbre femenina... Quedo como varado en la periferia de esta colorida concentración de extranjeras; Rubianes sólo tendría que mirar hacia acá y descubrirme como un vulgar y depravado mirón... No tengo más remedio que abrirme paso entre ceñidas camisetas, pantalones color chicle y sandalias doradas. Por fortuna, casi todas son altas  y, entre sofocos y disculpas, alcanzo encogido la abierta puerta del locutorio. Oteo hacia dentro e inspiro profundamente. Mis fosas nasales se inundan de la caliente atmósfera almizclada que emana del interior. Está repleto. Es como si el minúsculo local se hubiese convertido en un almacén de jara, aceitunas y damas de noche en bullente fermentación.

Apoyado en la cristalera, espero a que alguna chica salga y deje sitio; a su través puedo ver que las dos cabinas de la entrada están ocupadas por tres africanas cada una. En esta posición estoy oculto y, al tiempo, en la ruta de la brutal fragancia que despide el local. He tenido mala suerte con lo de Paco o, más bien, ha sido inoportuno, precisamente hoy, mi tarde. La otra noche, hace justo dos semanas, me topé también con él, en El Juidero. Fue una situación comprometida, aunque tuvo consecuencias interesantes. Aquella noche, sin modestia, me sentí juicioso y maduro, pese a las copas que quizá tomé en exceso. Reconozco que volví a casa engreído, satisfecho...y borracho...el disco pub estaba oscuro, casi lleno. La guardia había sido ajetreada y quería relajarme.

Fue la noche que comenté con Ruth -simple excusa para gozar de su atención- que algunas tardes saludaba a Juanlu, el cocinero de El Miguelete, y que lo encontraba bien, pero que se le veía más alegre cuando trabajaba en el disco pub. Recuerdo que ella, en un parón de la música, me confió que era de esperar; que él, con el cambio, había buscado la seguridad de un contrato, algo que el Juidero no garantizaba. Yo bebía a tragos largos. Las cumbias de Morgan Blanco y los Guarachacos reventaban contundentes por los altavoces y dos negras las bailaban con encanto al fondo de la pista. Ruth las jaleaba, contoneándose al compás, y muchos hombres levantaban divertidos sus copas mientras otras chicas reían y palmeaban. Apuré la copa y le pedí una más a Ruth que, sin preguntar, me cambió el ron diciéndome prueba éste; es como yo, de Puerto Plata. Fue entonces cuando aproveché la ocasión: le indiqué que se acercara un poco para que pudiera escucharme; accedió arrimando veloz su cuello hasta pocos centímetros de mi boca; la botella derramaba el ron en el vaso. Turbado, me costó construir la frase: mi olfato se vio sacudido...era la ya catalogada variante del locutorio que, en aquel momento, asocié al ron dominicano -algo improbable, dadas las férreas normas musulmanas de Laih respecto al alcohol. Tartamudeando, logré arrancar y le pregunté que qué era aquello de las tardes de giro. Ella pensó unos instantes; puso gesto de estar organizando la información y al poco me explicó que los jueves por la tarde libran las domésticas; que aprovechan para transferir dinero a sus familias desde los locutorios, además de telefonear, conectarse y charlar con las compañeras hasta la noche. Recuerdo cómo me sonrió con dulzura y siguió después atendiendo a otros clientes. El sabor del combinado me resultó espeso, apabullante, embravecido, como un licor de almendras violado con bagazo de caña, en el que las burbujas de coca cola actuaban como moderador de algo que, de tomarlo puro, sería salvaje. Aquella noche decidí engolfarme y repetir la copa: un día es un día, pensé. Más negras bailaban al fondo; ya no quedaba ninguna sentada; la versión local de mi fragancia se paladeaba, literalmente. A Ruth se la veía animada; yo bebía rápido y la miraba con insistencia; ella me devolvía risas descaradas y gestos de sorpresa por mi atrevimiento; llegué a leer en sus labios qué te pasa Monroy. Pero fue justo entonces cuando la noche se animó de verdad:

- Por favor, baje el volumen de la música, señorita; muéstreme la licencia del establecimiento; si hay algún responsable, indíquele que se persone.

 El achispamiento que tenía quedó en suspenso; quise permanecer inmóvil como una estatua, mirando hacia el fondo. Aquella voz me sonaba. Los hombres, mecánicamente, se rebuscaban en el bolsillo trasero del pantalón y las mujeres metían la mano hasta el codo en sus grandes carteras. Displicente y burlón, un policía alto revisaba los documentos recolectados; el otro, el que habló al entrar, clavó su mirada en mi perfil. Me sentí incómodo, fuera de lugar.

- Perdona, eres Santi, Santiago Monroy, ¿no?..

 

Esa voz ... Rubiño... Rubiñán... Ruiloba... ¡Rubianes!

 

            - Hola, ¿te conozco?

 

Fijé mi más seria expresión en su rostro durante dos calculados segundos; acto seguido simulé sorpresa:

 

            - ¡Paco, Paco Rubianes! ¡Qué casualidad! ¡Cómo estás!

 

Ruth le alargó la documentación requerida y, casi sin revisarla, el agente me comentó, en tono bajo y confidencial, acerca de la misión que estaban realizando en aquella barriada de inmigrantes. Con delicadeza, me dio a entender su preocupación por haberme encontrado con esta gente y le indicó a su compañero que cesara de revisar y se acercara al mostrador. Inexplicablemente, mi cerebro desarrolló una sinergia entre recuerdos de adolescencia y necesidad de resolver. Ruth me miraba con la boca abierta.

 

            - Vaya, Paco, sigues con tu oficio. Te perdí de vista cuando te trasladaron, pero me he acordado de ti en muchas ocasiones.

 

Exprimía mi memoria e improvisaba al mismo tiempo; Rubianes nunca estuvo muy bien de la cabeza; más de una vez me había quedado con él en los bancos de la Avenida cuando su padre, casado de segundas con una joven y mandona portuguesa, lo botaba de casa. Me tenía una especie de respeto a toda prueba, pese a casi doblarme en tamaño. Yo lo apreciaba, más o menos, y mis palabras de aliento solía agradecérmelas con gesto solemne. Las bellas facciones de Ruth, expectante, me estimulaban a seguir:

 

            - Suelo venir a este local los jueves. Aquí se está bien y el ambiente es sano, no hay problemas de ningún tipo; ya sabes, gente trabajadora y de familia. Si me disculpas el atrevimiento, creo que por aquí no está lo que buscas.

 

El policía evitaba la mirada directa; cerró la documentación que apenas había analizado y se la devolvió a la camarera, con un toque de desaire, cogida con dos dedos a modo de pinza. Ruth no perdía detalle de mi inusual y forzado aplomo.

 

            - Bueno, Santiago... Me enteré de que dejaste Asuntos Sociales y te instalaste por tu cuenta; ¿cómo te va?

 

            - Pues ya tú ves; en la Fundación no nos falta actividad, aunque la aventura me costó el matrimonio... cosas que pasan. Trabajamos en este distrito y tenemos la oficina justo al final de la calle.

 

Me sorprendí a mí mismo dándole tanta información; pero en aquel momento merecía la pena.

 

            - Bueno, Monroy, espero que todo te vaya bien en tu... fundación; me alegra verte, aunque, sinceramente, me hubiese gustado encontrarte en otro sitio. Seguiremos con la tarea.

 

Me apretó la mano con franqueza, como antaño, y enfiló para la salida. Lo había conseguido: aquel grandullón, que veinticinco años atrás, con un hacha y una cinta de la bandera en la frente, montaba guardia en nuestra calle para defenderla de indeseables, se marchaba por la puerta de El Juidero sin más consecuencias. La música volvió a su volumen y, cuando miré a mi copa, ya estaba rellenada...

Pero, por suerte, hoy no me ha visto y ya estoy protegido por el burladero del locutorio: he logrado entrar. Fátima y Laih no dan abasto: en varios idiomas tramitan giros a golpe de 50, 100, 200 euros. El frigorífico transparente no para de abrirse y cerrarse amenazando con quedar vacío en poco tiempo. El jolgorio recuerda a una asfixiante y exótica pajarería donde los atestados boxes y cabinas son las jaulas. Sólo un circunspecto internauta se mantiene en su silla, asediado por los caderazos de las chicas que transitan a su espalda y los redondeados codos de las que ocupan los boxes contiguos.

El fresco de la calle es incapaz de traspasar; no enfría el aire acondicionado. No sé dónde ubicarme; me percibo sudoroso y vulnerable entre tanta piel negra y perfumada, pero no debo volver a la calle; ni quiero: estoy deslumbrado, hechizado, seducido. Algunas guardan sus zapatos altos en la cartera y sus pies descalzos descansan sobre el blanco piso; otras se abanican con agendas, libretas o con lo primero que encuentran a mano; algunas, elevando los torneados brazos, se soplan con descaro las axilas. Justo ahora que decido, mareado, apoyar mi peso contra la pared, parece que la corriente femenina se mueve poco a poco hacia la puerta. Algo nuevo ocurre en el exterior. Laih, exasperado por los empujones, la paga agriamente con una cubana, que le dice ay chico, que coño te pasa hoy. Me dejo arrastrar por la lenta marea. Vuelvo a situarme en el umbral y observo que, en la calle, las decenas de mujeres miran hacia la esquina con gesto de curiosidad, como asistiendo a una trifulca. Los moscones -nacionales, africanos, ecuatorianos- recién salidos de los tajos, en ropa de faena, dejan de ser escuchados por sus interlocutoras negras, más pendientes de la cafetería que de los toscos cumplidos. Saco la cabeza como puedo entre los hombros desnudos de dos mujeres... y me estremezco: una ambulancia que ha llegado durante mi ocultamiento está cargando una camilla; sólo alcanzo a distinguir el pañuelo pirata negro del herido. Mientras, el compañero de Rubianes, el alto que le acompañaba aquella noche en El Juidero, habla a voces por su móvil, leyendo algo pequeño que sostiene con la mano: grita Juan Luis Romero Millán. El corpachón de Paco Rubianes irrumpe en mi estrecho campo de visión, lo que me hace retraer el cuello entre los voluptuosos y oscuros hombros. Clava una mirada de aversión en los tigres que beben en la tienda de enfrente, como preparándose para embestirlos, pero en su avance va apareciendo alguien que lleva esposado. ¡Dios mío!, es Juanlu, el mulato de la cocina. Una de las mujeres que me sirven de parapeto, visiblemente importunada, se aparta y me mira con desaprobación; debo haberme pasado en el roce involuntario. Pido disculpas y traspaso hacia la calle, volviendo a atravesar la aromatizada y palpitante concurrencia.

El vehículo arranca y sale por la Avenida, en la misma dirección que tomó la ambulancia. Luc, muy atento, responde a un motorista irritado que trata de tomarle declaración. Busco en la distancia cruzar la mirada del moldavo, que me saluda con la cabeza y detecto en sus ojos azules un brillo inusual, un atisbo de dignidad recuperada. Le hago un gesto de pregunta y él levanta los hombros, como dándome a entender que pasó lo inevitable. Los clientes, serios, comentan las escenas que han presenciado, mientras van siendo desalojados de la cafetería. Alguno, desafiante, eleva la voz y dice hasta los huevos. Luc cierra la puerta de la calle Sos, contigua al locutorio, y desde dentro me despide con la mano; está atareado.

 A mi espalda, apoyados en la fachada de la tienda de ultramarinos, rumanos y moldavos, con rostros graves, intercambian tensas miradas con los clientes que permanecen en la acera de El Miguelete.

 

La legión de mujeres sigue disfrutando de su permiso. Ya es casi de noche y continúan llegando domésticas, así como todo tipo de ligones que se conocen lo de las tardes de giro. Las que van saliendo del locutorio se estacionan en la acera o en la calzada, y sacan sus celulares para conversar, reír o sólo teclear mirando la pantalla. La visión de los pequeños teléfonos hace que me acuerde de Ruth, a la que imagino pegada al suyo destapando coca colas con destreza. Decido llamarla y contarle lo de Juanlu. En este momento, una gitana está pasando a mi lado con una canasta de jazmines engarzados. El aroma de estas flores, que siempre evocó en mí las mejores secuencias juveniles, hoy no lo percibo: la alta concentración de veneno que aspiré en el locutorio, cuya naturaleza ya he resuelto, ha dejado mi olfato entumecido, dañado, extenuado.

 

Ruth no contesta a mi llamada. Volveré sobre mis pasos por la Avenida, despacio. Cenaré en el chino del principio. Pasaré por la oficina, sin ningún motivo lógico, y entraré después en El Juidero, como todos los jueves por la noche. Le contaré a Ruth la movida de Juanlu... Y lo delicioso que estaba todo lo que me dejó el otro día en mi despacho: dos bolsas de supermercado con arroz, maíz dulce, macarrones, carne de ternera, queso en lonchas, latas de atún, pan de molde...pero que no debió preocuparse. Quizá sea mi aspecto desaliñado el que haya provocado en ella cierta compasión. O quizá -mejor sería- Ruth lo atribuya a mi situación de reciente divorciado. Más me agrada pensar en la posibilidad de que esta negra, sin pareja conocida, se haya decidido por mí, siendo como es el objetivo de todos los tigres que la conocen...en el trabajo, en la calle, en su piso compartido por sabe Dios cuánta gente... La competencia es despiadada; pero puede que yo, sin haberla tocado todavía, haya alumbrado la necesidad de protección que tiene toda mujer en dificultades. Si todo queda en un agradecimiento por mi performance con Rubianes, sería desalentador: mi nevera está vacía, pero eso no significa que pase hambre...o quizá algo; habría sido una forma muy primitiva de dar las gracias. No obstante, el esfuerzo con los víveres fue evidente: ella tiene poco dinero, está pendiente de los papeles y quiere traerse a su niño de Puerto Plata; puede que me necesite sólo para eso. De momento, tampoco yo tengo liquidez, y, como diría Iwasaki, cuando el dinero no entra por la puerta, el cariño se escapa por la ventana... Reconozco haber sospechado en ella una actividad paralela, a piel desnuda; eso acabaría con la vaina...o a lo mejor me pondría en la cola... Bueno; tomaré dos o tres copas, con calma, a ver qué me cuenta hoy; no me cansaré de mirar su cara...y su piel...esa piel de las negras. Llevará la camiseta amarilla de tirantas que enaltece su color, y sus gafas de sol a modo de diadema... Estoy más delgado, no sé si mejor o peor para su gusto, si es que Ruth tiene algún gusto respecto a mí. Pero...qué difícil es todo... todo su ambiente, todos esos jóvenes compatriotas del piso donde vive, los escasos clientes nacionales de El Juidero, con sus BMW y sus Yamaha, también embelesados por las extranjeras -al contrario que los innumerables y excluyentes Rubianes... Todo lo tengo en contra. Es absurdo albergar esperanzas de futuro con Ruth. Además, quién diablos será el padre de su hijo, supuestamente separado de ella; imagino que un mastodonte negro a juzgar por las fotos del niño, un verdadero hércules de ocho años. Sin duda alguna, las conversaciones con Ruth, tanto en la Fundación como en el disco pub, son muy agradables; a veces creo que se insinúa, pero otras que no, sobre todo al presenciar cómo charla con otros y detectar los mismos indicios. Y por teléfono -el eterno celular pegado a su oreja- el mismo dime cariño me suelta a mí que a cualquiera que la llama...

 

Quizá sea muy tarde para pasarme por la oficina; al fin y al cabo para qué. Recogeré el coche e iré directo a El Juidero.

No se ve bullicio; no hay motos, ni BMW, ni gente en las inmediaciones. Por primera vez se puede aparcar en la misma puerta. ¡No puedo creer lo que veo!: “local cerrado por orden judicial...precintado por la policía”. Ahilo para mi casa; siento un gran abatimiento...¿la habrá fastidiado el cabrón de Rubianes?... qué habrán encontrado dentro... Marco el número de Ruth: apagado o fuera de cobertura. Llego en poco tiempo; no hay tráfico. Aparco a diez metros de mi portal. Son las dos de la madrugada. Tomaré un valium y me acostaré sin ducharme siquiera. Abro la cancela y mi casi atrofiado olfato capta trazas de algo conocido; en los escalones del fondo, a oscuras, distingo una figura acurrucada.

- Monroy, cariño, gracias a Dios que llegaste.